Imagen | Edurne Rivero
La granja de María está situada en lo alto del valle de Soba, a unos diez kilómetros de Ramales de la Victoria. En este valle del sur de Cantabria, no importa si el día está soleado o nublado, como hoy, porque los campos aparecen por debajo de las capas de las nubes, y se puede apreciar su verde lozanía en amistad con cualquier clima. Al visitante acostumbrado a la urbe bulliciosa, pastar los sentidos aquí por unos días le descubre que no existe dificultad mayor en fundir la vida con el sosiego y la alegría naturales.
En dirección a la granja aparecen, entre otros marcos rupestres, curvas y árboles ascendentes, con musgo aun en el mes de julio; puertecitas de madera que dan a casas escondidas de las que solo sobresale la chimenea; y un sombrero de paja que, abstraído y diligente, cultiva su huerto. Certeros precedentes del valle que comienza a expandirse tras un recodo de la carretera. La ascensión cesa cuando aparece un tractor azul en un lateral de la entrada, y más adelante unos terneros que beben leche del cubo que cuelga de sus celdas, por la que sacan y mueven su primeriza cabeza.
Al salir del coche, María nos acompaña hacia dentro de la granja y nos va contando anécdotas. Entre ellas surge alguna queja, porque mantener la granja en estado óptimo es muy costoso, y el beneficio económico es frugal en esta labor que exige vocación y dedicación totales, en que no existe apenas el tiempo de ocio –o si existe reside en el propio trabajo-, ni son concebibles largas horas de sueño, pues las luces de la granja se encienden a las seis de la mañana. Además, un error de producción, como sería la intrusión de un agente externo en la leche, puede acarrear consecuencias nefastas, con penalizaciones que no pasan de la amonestación preventiva hasta otras que pueden provocar el cierre definitivo de la granja.
Una vez dentro de la nave donde yacen las vacas, aparece entre las patas ociosas una caja roja que se mueve con lentitud. Nos dice María que la compraron hace poco, y que su función es limpiar el suelo de los desahogos orgánicos de nuestras amigas. Pero no acaba aquí la sorpresa: en una pared hay instalado un rodillo con pelambres en el que una vaca gozosa se aprieta. El resto de la nave lo ocupan las otras vacas de la familia, y, como vamos descubriendo poco a poco, cada una tiene su color particular de piel, su tamaño –hay una enorme que camina lentamente- e incluso su carácter. Una de ellas ha cosechado fama de virtuosa y de buena, y, en efecto, presta su cabeza a la cariñosa caricia, al tiempo que ella la devuelve con el blando calor de su aliento, medio sacando la lengua.
En confianza, María nos cuenta el proceso de inseminación de las vacas, sin el cual no podrían gestar ni parir terneros y, por tanto, no producirían leche alguna. Como es costoso transportar un toro hasta la granja -aunque tienen un par de ellos cerca, paseando por el prado, acaso los suplentes de urgencia- hay encargados que se acercan con un catálogo de los mejores toros de la comarca. Junto a la foto, se informa del nombre y de sus dotaciones. Hay un toro especialmente productivo, que ha dotado a esta granja de una extensa progenie. María nos confirma que su nombre es El Pistolas.
La madre de María también está aquí. Es ella quien ha inculcado a su hija el amor al oficio, desde que era una niña. Aunque, más que inculcar, Charo alcanzó una maestría aún mayor al parir a María casi en esta misma granja, pues tras romper aguas hizo una parada antes de llegar al hospital: había que ordeñar a las vacas. Es un infortunio que Charo y María sean de las pocas ganaderas que mantengan una tradición que se viene heredando desde antaño, como en todos los oficios primeros. Y por ello María se siente muy orgullosa de su madre -quien ha trabajado y sigue trabajando a destajo en la granja familiar-, y resuelve con alegría que es muy querida allá donde vaya. No es difícil de creer cuando se conoce a esta mujer de expresión sencilla y honesta que se hace respetar y querer al mismo tiempo.
En un cuarto húmedo y fresco, cuelga una mínima lucecita del techo y, ocupando la esquina, hay un enorme bidón de metal, donde se almacena la leche. Al fondo, una puerta abierta da paso a un pequeño habitáculo donde se ordeña a las vacas, que van rotando en grupos y se acercan con benevolencia, porque saben que la mamá jefa siempre las ha cuidado muy bien. Apenas se las ve enteras cuando la madre de María se dispone a tratarlas. Entonces, las ubres comienzan a contraerse y a expandirse en un rítmico vaivén. A través de los tubos, se percibe el recorrido de la leche hacia el bidón. La lucecita alcanza ahora mayor vigor, pues el crepúsculo va envolviéndonos, y el silencio de la tarde que va cayendo, en abrazo con la pálida luz del sol, tenuemente violeta, ofrece un instante íntimo y acogedor.
Mientras se produce el ordeño de la tarde, hablamos con Sergio, el marido de María, quien vigila, cuida y mima a las vacas con denuedo; incluso por las noches, desde la cámara conectada a su móvil, por si acaece un parto nocturno y él debe acercarse de inmediato. Nos cuenta el día en que Jesús Calleja sorprendió a María con su helicóptero en el estelar helipuerto de paja que se acomodó para su llegada, cuando grabaron en Ramales de la Victoria un programa con motivo del descubrimiento del segundo pozo vertical más profundo del mundo, de 435 metros. Ramales posee además otras dos riquezas primitivas: las cuevas de Cullalvera y Covalanas. Tuvimos la suerte de visitar la primera, entre luces y sombras embrujadas y bosquejos rojos trazados por la mano de Adán sobre las paredes rocosas, ribeteadas de estalactitas en permanente estado de crecimiento.
Un ternero de un blanco impoluto, que nació hace apenas unos días, bebe la leche de su madre, que aún se balancea recién vertida en el cubo azul. Sergio decide sacarlo de la celda para que mueva las patas y socialice con nosotros. Nos dice que, como aún no le han crecido los dientes, podemos meter la mano en la boca, que el ternero transforma en apetecible chupete. El caso es que el ternero gusta demasiado de su chupete, y allá donde uno se mueva arrastra la mano, irremediablemente unidos los dos. Al levantar la vista es maravillosa la extensión que a los ojos ofrece el valle de Soba, con sus casas desparramadas y un verdor que parece nuevo e interminable. No hay ruido apenas, y el oído aguza su sentido permitiendo escuchar hasta el más mínimo roce de las hierbas, hasta el más suave balanceo de los árboles. El viento orea el horizonte y, desde esta altura encomiable, el valle no tiene fin. La plenitud del instante lleva a sentir que la belleza está aquí y no en otra parte.
En el camino de vuelta, vuelven a aparecer las curvas y los árboles de antes, y las casas, más generosas ahora, dejan ver algunas luces por entre las cortinas; pero ya no se divisa al labrador diligente, que se habrá quitado su sombrero dispuesto al descanso en el lecho. O acaso se estará preparando para esta noche, en la que se celebra, como cada 7 de julio en Ramales, la fiesta tradicional de la Verbena del Mantón. Ya imagino sus calles pulcras y escuetas -con su plaza tranquila y gris y, de fondo, rodeándolo todo, el verde interminable-, lucidas con adorno de luces, vestidos de época y música alegre. El valle queda atrás, ya cubierto por el manto del sueño, y nosotros hemos llegado al portal. Una palabra de corazón para María y su encantadora familia: «Gracias». Ha caído la noche. El cielo y la plaza encienden sus luces y comienza la fiesta en Ramales.
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