¿Por qué hablamos de realidad y apariencia? Monográfico Realidad y Apariencia

Realidad y apariencia son dos términos que recorren toda la historia del pensamiento occidental. Se trata de una dualidad de carácter ontológico y gnoseológico, es decir, de algo que afecta tanto a las cosas como al conocimiento. Así pues, hablamos de cosas aparentes y de cosas reales, refiriéndonos en el primer caso a las cosas que se nos muestran sin tener que hacer un esfuerzo especial; y en el segundo, a aquellas que solo con cierto esfuerzo podemos acceder a ellas. Lo mismo nos sucede con el conocimiento: hablamos de conocimiento aparente y de conocimiento verdadero.
1. Fundamento de la dualidad
Podríamos preguntarnos por qué esa dualidad. ¿Por qué la realidad no es una? ¿Por qué el conocimiento no es siempre verdadero? Una pista nos la puede dar la palabra que los griegos utilizaban para referirse a la verdad: alétheia. Se trata de un término compuesto: a-letho. Si letho significa estar oculto, alétheia significa la acción de desocultar, de descorrer el velo que oculta la realidad. Por eso para los griegos la verdad era desvelamiento. Pero ¿por qué la verdad se nos oculta tras el velo de la apariencia? ¿Por qué no se nos manifiesta tal como es? ¿No podemos conocer las cosas reales por su apariencia? A esto cabe responder diciendo que la relación que mantenemos con las cosas que nos rodean es muy compleja. No nos basta una sola imagen. Fijémonos en un ejemplo. Me encuentro con una casa. ¿Qué es lo primero que hago? Mirarla. Pero puedo mirarla de muchas maneras: puedo fijarme en la portada, en la fachada posterior o en las fachadas laterales; puedo entrar dentro y fijarme en su distribución, etc. En definitiva, puedo obtener de mi relación con la casa múltiples imágenes. La casa se me aparece, así, de múltiples maneras, pero es siempre la misma casa. ¿Qué quiere decir esto? Que además de las imágenes he elaborado un concepto, el concepto de casa. Si tuviera una relación simple, me bastaría la imagen. Siguiendo el ejemplo, podría suceder que, yendo en autobús o en coche, viera la fachada de una casa, pero como está en restauración y todo lo demás ha sido derruido, no hay otra cosa detrás, no existe una casa propiamente dicha. El resultado es que creo haber visto una casa, pero no hay tal, la apariencia me ha engañado. Si no tengo mayor interés, la apariencia me basta; si quiero saber algo más, la apariencia me es insuficiente.
La dualidad apariencia-realidad tiene su equivalencia gnoseológica en la dualidad imagen-concepto. Ambos son necesarios para el conocimiento. En la gran mayoría de nuestros conceptos la imagen es necesaria. Se trata de lo que el filósofo Inmanuel Kant llamó conceptos empíricos, es decir, conceptos cuyo contenido está rellenado por la experiencia, como el anterior de casa u otros parecidos. Y ese relleno se hace a base de imágenes. Frente a ellos se alzan los conceptos puros o categorías del entendimiento, aquellos que no proceden de la experiencia pero sirven para ordenarla, como es el concepto de causa o el de sustancia. Si vemos que una cosa antecede siempre a la otra (prioridad temporal), es asimismo contigua (cercanía espacial) y hay una conjunción constante entre ambas, es decir, si siempre que una aparece también aparece la otra, a la primera llamo causa y a la segunda efecto. Lo mismo sucede con el concepto de sustancia. Si en las diversas imágenes en las que se me aparece una cosa, ya sea una planta, un árbol, un animal o cualquier artefacto construido por el hombre, siempre aparece una serie de características invariables, a la coexistencia de tales características llamo sustancia. Es lo que nos sucede con todos los objetos que nos rodean, a los que consideramos reales. Por tanto, la imagen nos da la apariencia y el concepto nos permite acceder a la realidad; pero sin la apariencia no es posible establecer la realidad.
Entre apariencia y realidad hay normalmente colaboración, ayuda mutua. Sin las imágenes no es posible la mayoría de los conceptos y sin los conceptos no podemos entender las imágenes. De lo primero ya hemos hablado en el párrafo anterior; resta por hablar de lo segundo. Las imágenes son por sí mismas limitadas: están ancladas en el espacio y en el tiempo. Sólo en cierta manera la pintura y más recientemente la fotografía nos ha permitido la ilusión de fijar la imagen; y hablo de ilusión, porque la imagen pintada y la imagen fotografiada no son la imagen auténtica, la que yo tengo de los objetos que veo: no son tridimensionales y varían cromáticamente respecto a la imagen percibida. Esta es por definición huidiza: veo un paisaje y, al darme la vuelta, dejo de percibirlo. Asimismo, es parcial: lo que veo de un paisaje es solo una parte de él, nunca puedo ver la totalidad. Por el contrario, el concepto es mucho más fijo, aunque no totalmente como se suele creer. Y esa invariabilidad hace que superemos las limitaciones espacio-temporales: las imágenes son particulares y concretas, mientras que el concepto es universal y aplicable en muy diversos momentos y circunstancias. Se podría argüir en contra que para superar la parcialidad, bastará con obtener muchas imágenes desde distintas perspectivas. Pero el resultado sería siempre una suma más o menos amplia de imágenes, pero no el objeto. Por muchas imágenes que obtengamos de una montaña, por muy distintas que sean las perspectivas, siempre serán “imágenes montañosas”, pero no imágenes “de” la montaña, porque ese “de” lo pone el concepto. Todo lo que es “de la montaña” es apariencia, y la montaña como tal es la realidad. Sin la apariencia no podemos acceder a la realidad, sin las imágenes en las que apreciamos los rasgos de una montaña no podemos hablar de la existencia de una montaña; pero tampoco con las solas imágenes. Necesitamos además el concepto de “montaña”.
Otras veces no hay colaboración sino más bien oposición. Y es esta oposición la que convierte la relación entre apariencia y realidad en un problema filosófico. Realidad y apariencia no conviven en armonía, sino más bien están enfrentadas, de tal manera que lo que es real no coincide con la apariencia. Sucede cuando nos admiramos de algo o cuando tratamos de investigar un acontecimiento, porque lo que vemos no nos parece claro, no lo entendemos. ¿Qué significa admirarse? Sorprenderse, sentirse sorprendido por algo extraordinario, es decir, por algo que está fuera de una explicación a nuestro alcance. Admirarse no es lo mismo que admirar. Admirar es contemplar con deleite, sentir estima hacia algo. Admirarse es mucho más: es tratar de buscar una explicación que no se tiene. Nuestros antepasados contemplaron con deleite el cielo estrellado, es decir, lo admiraron; pero algunos también se admiraron y trataron de explicarse el universo. Los primeros se quedaron en la imagen, en la apariencia; los segundos trataron de ir más allá elaborando diversas teorías explicativas, es decir, buscaron la realidad, aunque esas teorías contradijeran la imagen perceptiva. Cuando Galileo demostró que los cuerpos caen con una aceleración constante y no por su peso, estaba contradiciendo la imagen que todos tenemos de un objeto en caída libre. Si observamos la caída de una hoja de papel y la comparamos con la de un objeto contundente, como una bola de acero, comprobamos que la segunda cae mucho antes que la primera. Eso es lo que nos da la apariencia, pero la realidad es muy distinta, porque no se ha tenido en cuenta la resistencia del aire.
Veamos ahora dos posturas acerca de esta dualidad: una que la afirma y otra que la niega.
2. Apariencia y realidad en la Antigüedad clásica
Si nos fijamos en la Antigüedad clásica, el filósofo que mejor planteó la diferencia entre apariencia y realidad fue sin duda Platón. Para este hay dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible. El primero es un mundo aparente, por oposición al segundo, que es el real; pero el mundo sensible no es un mundo irreal. Platón no dice que no sea, sino que todavía no es (me on), que no tiene entidad suficiente, frente al mundo inteligible, que es el mundo de las cosas que son (ta onta). A su vez, cada uno de estos mundos se divide en dos secciones. Para el asunto que tratamos nos es especialmente interesante la división del mundo sensible, que está compuesto, en su nivel más bajo, por las imágenes de las cosas y, en su nivel superior, por las cosas sensibles. Al conocimiento de las imágenes Platón da el nombre de eikasía o conocimiento icónico, y al de las cosas sensibles el de pistis, que suele traducirse por creencia. Platón considera que el mundo de las imágenes es el más engañoso de todos y el que tiene menos realidad. Ahora bien, ¿por qué llama pistis al conocimiento de los objetos sensibles? Pistis procede del verbo peitho, que significa convencer, persuadir. Y ¿cómo y dónde se realiza la persuasión? El cómo con la retórica y el dónde en la asamblea, en la ekklesía, que era el lugar en el que residía el poder político en la Atenas democrática. De ahí el ataque furibundo de Platón a los sofistas, porque eran ellos los que enseñaban la retórica, el saber hablar, a los ciudadanos que lo necesitaban para triunfar en la asamblea. Estos no buscaban la verdad, solo querían adquirir la habilidad necesaria para persuadir de sus propuestas o para defenderse de los ataques o acusaciones proferidas contra ellos. Tanto la eikasía como la pistis conforman el mundo de la doxa, de la opinión, del “me parece que”. Es un mundo cambiante y relativo, como cambiantes y relativas son las opiniones.
Frente al mundo de la opinión se alza el mundo del conocimiento riguroso, el mundo de la episteme, el mundo inteligible. Aquí los objetos no son aparentes, sino plenamente reales. Platón los llama Ideas porque no cambian, son inmutables, y reúnen en sí el máximo de realidad posible, es decir, son absolutas. De las dos secciones que componen este mundo nos interesa destacar la que está situada en el nivel superior, la que se ocupa de la dialéctica. Esta consiste en ir de supuesto en supuesto, de hipótesis en hipótesis, como si cada una de ellas fueran los peldaños de una escalera con los que avanzamos en un proceso ascendente de fundamentación. Este proceso se completa con otro descendente, que va desde el último fundamento, la Idea no hipotética por definición, hasta las Ideas más hipotéticas, las que ocupan los peldaños inferiores de la escalera cognitiva. Así, practicando ambos procesos dialécticos, ascendente y descendente, podemos obtener una visión sinóptica de la realidad.
¿Qué podemos sacar en conclusión de las reflexiones platónicas? Dos cosas. Primera, que la apariencia está compuesta por las imágenes y por las opiniones de los hombres. Segunda, que para superar los engaños de la apariencia, es necesario poner en funcionamiento un proceso reflexivo que vaya fundamentando racionalmente todo lo que nos llega por los sentidos, sean imágenes, sean palabras.
3. Negación de la dualidad
Esta dualidad entre apariencia y realidad también ha sido negada. A este respecto cabe destacar una de las negaciones más interesantes, que es la postura de Nietzsche. Éste da un vuelco al planteamiento platónico. El mundo considerado hasta ahora como el más importante carece de realidad: los conceptos son momias, están faltos de vida. Asimismo, están vacíos: al suprimir en ellos el devenir, el cambio, han perdido su contenido, están solo rellenos de paja. Y los más vacíos de todos son los conceptos supremos, los conceptos más generales, como lo bueno, lo verdadero, lo perfecto, etc. Estos “son el último humo de la realidad que se evapora”. Y muy especialmente ese concepto que se ha tenido por el más real de todos, el de ens realissimun (ente realísimo), que es el más vacío, el más tenue. Por contra, el mundo considerado como inferior, el mundo de la apariencia, es el verdadero. Es el mundo del devenir, del cambio, de la multiplicidad y de la corporeidad. Los sentidos no nos engañan. Quien nos engaña es ese mundo considerado hasta ahora como verdadero, que no es sino un “añadido mentiroso”.
Pero Nietzsche no se limita a invertir el planteamiento platónico, sino que suprime uno de ellos, el mundo de las Ideas, al quitarle todo tipo de realidad. Los únicos rasgos de la realidad son el cambio, la pluralidad y la materialidad. Los otros rasgos, los del mundo inteligible, son los propios del no-ser, de la nada, productos de “una ilusión óptico-moral”, es decir, de una fantasmagoría causada por el resentimiento contra la vida. Solo los que no aprecian la vida, solo los que no son capaces de estimarla en lo que vale, porque están empequeñecidos y carecen de sanos “instintos”, se toman la venganza contra ella inventándolo.
No hay dos mundos: un mundo aparente y un mundo real. No hay un mundo sensible y otro suprasensible. Esa división no es más que un síntoma de decadencia. El único mundo real es el mundo sensible, el de la apariencia. Otra especie de realidad distinta de ella “es absolutamente indemostrable”. Nietzsche pone como ejemplo al artista: su aprecio por la apariencia no restaura el doble mundo, porque para este la apariencia es la realidad, solo que “seleccionada, reforzada y corregida”.
4. Apariencia y realidad en nuestra época
Las reflexiones de Nietzsche en parte están provocadas por la interpretación grosera de la dualidad platónica que hizo el cristianismo. Platón hablaba de menos o más realidad. Sin embargo el cristianismo estableció una diferencia radical entre los dos mundos: el mundo terrenal, mundo de pecado, y el trasmundo, donde sitúa a Dios en el lugar que ocupaba en Platón el fundamento de todas las Ideas, que era la Idea del Bien. De esta manera confundió lo óntico (el ente) con lo ontológico (el ser); o dicho de otra manera, confundió las cosas reales (dimensión óntica) con el carácter de realidad de las cosas (dimensión ontológica).
Ahora bien, la dualidad persiste y es inevitable, como en cierta manera hemos indicado anteriormente. Y ello se debe a la capacidad que tiene el hombre de cambiar el medio en que vive, de prever lo que nos puede suceder. Para pasar de una situación a otra, para moverme entre las distintas situaciones, no nos bastan las imágenes, necesitamos hacernos una “idea” de las cosas, en definitiva, darles un carácter de realidad. Y así decimos “esto es tal o cual”. Las imágenes tienen la cualidad de impactarnos; y ese impacto nos atrapa. Pero como son limitadas, nos impiden movernos entre distintas situaciones. Esa movilidad se consigue con la universalidad del concepto.
Pero aún hay más. La universalidad del concepto nos permite desarrollar una función crítica. Podemos criticar lo que vemos, porque eso que vemos no se ajusta a valores que tomo como universales. ¿Cómo puedo enjuiciar una imagen si no me gusta, ya sea por razones morales o estéticas? Porque la pongo en relación con valores. Si nos quedáramos en las imágenes, esa labor sería imposible. Los conceptos también nos permiten elaborar proyectos que, siendo concretos en su realización, son perfectamente universalizables. Tomemos como ejemplo la idea de democracia. ¿Qué es la democracia? ¿Una imagen o un valor? Evidentemente esto último. La democracia surge en un país –Atenas en la Antigüedad, Inglaterra en la Edad Moderna–, pero se puede difundir y de hecho se ha difundido a otros muchos.
De lo anterior se deduce que la dualidad apariencia-realidad no sólo tiene una función cognitiva sino también ética. Y si importante es la primera, mucho más importante es la segunda en el orden práctico. Toda la crítica que hizo Platón a la retórica y a las imágenes sigue siendo válida, pero ahora con mucha más fuerza. Me refiero a la retórica en un sentido particular, es decir, como arte de persuadir engañosamente con la palabra. Vivimos una época plagada de imágenes, que no son solo percibidas, sino fabricadas y transmitidas por los medios audiovisuales. También son imágenes con frecuencia manipuladas. A estas imágenes se añade una nueva retórica, que no necesariamente tiene que coincidir con el bien hablar: palabras usadas repetidamente como mantras con el fin de ocultar la realidad.
La unión de imagen y retórica tiene consecuencias nefastas en dos campos determinados: la publicidad y la propaganda política. Nos venden como algo maravilloso lo que en realidad no vale nada. Se trata de forzar el consumo a costa de lo que sea. Lo mismo sucede con la propaganda política. Los políticos prometen con frecuencia lo que saben que no van a cumplir. ¿Y por qué lo prometen? Porque quieren persuadirnos para que los votemos. Después, una vez conseguido el poder, hacen lo que les apetece hasta que se acercan las próximas elecciones.
Una de las manifestaciones más curiosas del poder engañoso de la apariencia es el lenguaje políticamente correcto. Quien no lo use, no estará bien visto. Pero se trata de un lenguaje ambiguo que trata de ocultar la realidad. Ejemplos de ese lenguaje son cambiar la palabra “pobre” por la de “desfavorecido” o “desaventajado”, usar el término “género” en lugar de “sexo”, hablar de “violencia de género” en vez de “violencia entre sexos”, llamar a los negros “hombres de color” o “afroamericanos”, reemplazar la palabra “prostituta” por el eufemismo de “trabajadora sexual”, sustituir la expresión “despido masivo” por la de “racionalización de la empresa”, etc. En todos ellos se busca edulcorar la apariencia tratando de esconder la cruda realidad. Aquí sucede como en el cuento “El rey va desnudo”: todo el mundo alaba su vestimenta, sabiendo que es mentira, que no lleva ropa ninguna. Lo mismo ocurre con el lenguaje políticamente correcto: todo el mundo sabe a qué se refiere, pero no quiere reconocerlo.
¿Cómo superamos el uso engañoso de la apariencia? Se trata de una pregunta que se desdobla en dos: a) ¿cómo superamos el uso engañoso de las imágenes? y b) ¿cómo superamos el uso engañoso del lenguaje? En ambos casos tenemos que recurrir a los conceptos; y ello de dos formas, que recuerdan mucho a los procedimientos platónicos. La primera es contrastar las imágenes con los conceptos. Continuando con el ejemplo de la democracia: tengo que averiguar si las imágenes perceptivas de un gobierno considerado democrático coinciden con la idea de democracia. O dicho al modo platónico, si la idea de democracia se realiza en ese gobierno democrático. La segunda consiste en analizar el lenguaje: ¿coincide el uso que se hace de las palabras con su significado?, ¿estamos usando las palabras para referirnos a algo totalmente diferente?
5. El lento proceso del discurrir dialéctico
Hay, además, otro proceso que se añade a las dos formas anteriores, de las que difiere porque se desarrolla completamente en el mundo de los conceptos o de las ideas. Se trata de comparar un concepto con otro, una idea con otra, viendo sus diferencias y semejanzas, viendo asimismo el lugar que ocupa cada uno o cada una en el orden jerárquico de fundamentación hasta obtener su significado más profundo. Por ejemplo, partiendo del concepto de democracia podemos ver su relación con los conceptos de igualdad, tolerancia, respeto, honestidad, verdad, utilidad, libertad, felicidad, bondad, etc., estableciendo un orden de fundamentación. Esto es lo que aconsejaba Platón hacer con la dialéctica, aplicando alternativamente a las Ideas los métodos de la diaíresis (división en partes) y la symploké (enlace, conexión), es decir, descomponiéndolas y sintetizándolas en unidades superiores; solo que, a diferencia de la dialéctica platónica, los conceptos no son totalmente inmutables ni tampoco el mundo de las Ideas. Los conceptos cambian, aunque no tan rápidamente como las imágenes, sino muy lentamente, muchas veces de forma imperceptible. Si cambiaran como las imágenes, no serían necesarios. Practicando la dialéctica de esta manera, obtendremos conceptos como el de democracia, no solo más completos sino más profundos y desarrollados. Solo así podremos avanzar en el conocimiento de la realidad.
Por su especial dificultad el ejercicio de la dialéctica no debe estar en manos de simples discutidores. Su conocimiento y práctica debe formar parte esencial de la educación. Sólo así podremos conseguir ciudadanos dignos de vivir en sociedad.
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