Imagen |Rebeca Madrid
En mi recuerdo, y sospecho que también en el suyo, amigo lector, estos escritores son gemas preciosas de la literatura, valiosas por los momentos tan gratos que nos han brindado, en ese acto mágico que es abrir un libro y aventurarse entre sus páginas. Del otro lado, sus biografías siempre terminan suscitándonos curiosidad por su acotada cronología, lo que se une al asombro inevitable de que, en tan estrecho margen, levantaran una obra única y a veces vasta en extensión, de estilo reconocible a primera vista, a lo largo del tiempo erigida por los lectores de entonces y de siempre en un legado y un regalo muy preciados. ¿Cuántos son los escritores que han muerto al promediar los cuarenta años? Son muchos, claro está, pero ahora, a vuelapluma, aparecen algunos en mi memoria: Friedrich Schiller, Edgar Allan Poe, Henry David Thoreau, Robert Louis Stevenson, Natsume Soseki, Franz Kafka, Fernando Pessoa, Albert Camus… No a todos los leemos con la misma profundidad y provecho, ni con todos entablamos la misma amistad silenciosa, pero cada uno preserva intacta para nosotros —los escudriñadores incansables de las ciudades, manías y lecturas que pisaron o tuvieron en vida— la aventura rápida de su biografía, en la cual literatura y vida se enlazan indivisiblemente, y cuya grácil juventud que no cede a un estadio mayor impregna de atractivo el recorrido vívido de sus días, reconocible también en sus retratos —majestuosos, como el perfil de Schiller; o de serena virtud, como el de Thoreau; otros más juguetones, como los varios retratos de Stevenson que se conservan—. Han ejemplificado con su muerte la doctrina de Séneca: no importa la extensión de la vida, sino la calidad con que se resuelva la vida. Y si es con literatura, ¡todavía mejor!
En esos pocos años, ¿cómo lograron estos escritores erigir una obra de alto valor literario, por la que seguimos peregrinando como lectores sinceros y afortunados? Cierto, la pregunta contiene una brecha lógica, porque Walden o La isla del tesoro o El proceso, hubieran arribado a nuestros anaqueles aunque la pluma que escribió cada una de estas obras hubiera permanecido viva muchos años más; pero, aun así, la fascinación por la obra temprana que justifica, redime y sublima la muerte temprana de sus autores se prolonga más allá de esa circunstancia, como una especie de hechizo o de alquimia pura. Acaso esta fascinación —de la que no queremos desprendernos nunca— se produce por el contraste entre que pocos desearíamos desfallecer en mitad del camino de la vida —aunque dejásemos escritas obras excelentes—, pero que al mismo tiempo esas vidas gocen a nuestros ojos de una finalidad hermosa —precisamente legar esas obras que anhelamos leer y releer—, resultando más excelsas así que muchas otras, aun si fueran centenarias o materialmente ricas.
A casi todos los escritores citados los incluyó en esta azarosa generación de los 40 la tuberculosis, con excepción de Albert Camus, extranjero de la enfermedad que falleció en un accidente automovilístico. Thoreau, al final de sus días, no podía mover las piernas con las que hacía largas caminatas por el bosque en la noche profunda; o con las que nadaba en el lago Walden para despabilarse en la mañana gratificante, antes de que el invierno hiciera del lago un paseo de hielo resbaladizo; o, en los días despejados, impulsándolas para encaramarse en las copas de los árboles, haciendo uso allí arriba de un telescopio de madera, a través del cual observaba el vuelo libre de las aves. Sin embargo, la presteza de sus ojos no pereció y, desde la cama adyacente a la ventana, miraba los árboles finales y escuchaba el canto de los pájaros, epifonema de una vida sumamente aprovechada y auténtica. Cuando un conocido se le acercó, escudriñador, y le preguntó si sentía curiosidad o miedo por la muerte, Thoreau le respondió: «Los mundos, de uno en uno». Stevenson, que leyó a Thoreau, a quien dedicó un amigable ensayo no exento de críticas, aprovechó los achaques de la tuberculosis para, en lugar de aguardar cama, hacer travesía desde su Escocia natal hasta los mares del Sur —salvo un corto intervalo en que marchó a Estados Unidos para convencer a Fanny Osbourne de que fuese su compañera de viaje y de corazón—, donde finalmente recaló en una isla poblada por aborígenes, quienes gustaban, por suerte, no de su carne sino de sus historias —por eso le llamaron Tusitala, el que cuenta historias—, y cerca de la costa de oro se construyó una casa, que llegó a ser un hogar. Un día en que merodeaba por el balcón, absorto frente a ese tesoro inigualable que le ofrecía la isla, notó algo raro en su cuerpo, acaso un mórbido cosquilleo, y casi no tuvo tiempo de decirse: «¿Qué es esto?», cuando cayó al suelo, como Thoreau, a los 44 años de edad.
Estas semblanzas, o las no narradas aquí de sus otros hermanos de generación, vistas en el tiempo se idealizan irremisiblemente, porque la distancia temporal las alivia del peso que toda vida conlleva cuando se conjuga en presente. ¿Será este uno de los placeres por el que nos gusta leer buenas biografías, el que podamos degustar sus hazañas, pero quedemos exentos de cargar con ese peso inevitable del presente que, como todo ser humano, vivieron los biografiados? Por cierto, amigo lector, a Stevenson también hubo un conocido que le interpeló, su médico, al avisarle que moriría joven si no cedían sus hábitos. Stevenson le respondió: «Doctor, siempre se muere joven».
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