La pena de muerte de Daniel Sueiro: el «progreso» en el arte de matar

Imagen | «El 3 de mayo en Madrid o “Los fusilamientos”», Francisco de Goya
La horca. El garrote. La guillotina. El fusilamiento. La silla eléctrica. La cámara de gas. Estos eran los procedimientos que a principios de los años setenta estaban vigentes en el mundo para aplicar la pena de muerte, aunque pronto se añadiría otro más, la inyección letal.
Con estos procedimientos, y una larga lista de otros ya abolidos (al menos, en teoría) se encontró Daniel Sueiro cuando, tras contemplar «El agarrotado» de Goya y en los estertores de una dictadura que murió matando a Heinz Chez y Salvador Puig Antich, publicó unos reportajes o libros de investigación acerca del «arte de matar» tanto en España como en el mundo que hoy catalogaríamos entre la no ficción literaria. El último de estos reportajes, aquel que sintetiza esta investigación, acaba de ser reeditado por Dado ediciones, una editorial de filosofía, ensayo y ciencias sociales que, entre otras cosas, edita «textos antiguos, raros y agotados, editados pero poco difundidos y cuya publicación actual obliga a una relectura», en el convencimiento de que la ciencia no es lineal y que es necesario asomarse al presente desde los hombros de los gigantes del pasado.
Para averiguar cuál es la relectura de La pena de muerte. Ceremonial, historia, procedimientos, para saber qué nos dice hoy el libro de Sueiro, si es que algo nos dice, 45 años después de su primera publicación, escribo estas líneas. Y, antes que nada, debemos exponer lo que en él hay de caduco. Lo primero: su división entre «procedimientos vigentes» (los 6 antes enumerados) y «otros procedimientos históricos», división que ya no se corresponde con la situación en 2019. No obstante, esta división no es fundamental ni siquiera en el libro de Sueiro, dado que los capítulos dedicados a los procedimientos vigentes entonces se construyen a través de la historia de ese procedimiento, de su “perfeccionamiento” y relación privilegiada con algún país —la horca con Inglaterra, la guillotina con Francia, el garrote con España o la silla eléctrica y cámara de gas con EE.UU.—, de la prolija recreación de casos concretos en los que se aplicaron o la enumeración de situaciones históricas en la que adquirieron protagonismo. Y aquí es donde el lector de hoy detectará unas ausencias llamativas, y no la de aquellas situaciones que el escritor no pudo conocer por no haberse producido todavía. A nadie le extrañará que Sueiro no hable de las ejecuciones por inyección letal —aunque en el apéndice se haga eco de los rumores que apuntan a ella—, pero sí que no mencione los fusilamientos que marcaron la inmediata posguerra española o que, cuando habla de las cámaras de gas, no comparezcan los nazis.
Ese mismo lector de hoy, si conoce el contexto político en el que salió a la luz la obra de Sueiro, comprenderá que estas ausencias no se deben a la voluntad de autor, sino al aparato represor y censor franquista, que hubieran impedido que una obra que denunciaba las atrocidades pasadas del régimen o sus valedores viera la luz. Los siguientes libros de no ficción del autor, una historia del franquismo y otra sobre el Valle de los Caídos (que también ha sido reeditada este año, junto con una antología de sus cuentos y sus novelas breves), nos disipan cualquier tipo de duda acerca del compromiso antifranquista de Sueiro. Y en La pena de muerte encontramos algún eco, alguna mención a la matanza de la plaza de toros de Badajoz o a los trabajos forzados de construcción del Valle de los Caídos, de forma tan velada que el propio autor la refuerza para que, quien quiera entender, entienda:
En España ha habido durante mucho tiempo este tipo de galeotes en los trabajos forzados de las minas de azogue de Almadén, y en otros trabajos igualmente forzados los ha habido y los hay actualmente en España y fuera de ella. Es fácil de recordar, de saber, aunque sea más difícil de ver.
Aunque la Shoah no aparece en el capítulo de la cámara de gas, sí que se nombra aquí y allá en los capítulos de «procedimientos históricos», cuando Sueiro nos informa de que los nazis utilizaron cuerdas de violín para ahorcar, cuando nos indica que obligaban a los prisioneros de los campos de concentración a asistir a las ejecuciones de sus compañeros o se hace eco de las declaraciones de Eichmann en las que afirmaba que en los campos de exterminio se llegaron a quemar vivos a niños para ahorrar gas. En la bibliografía aparece Le grand voyage de Jorge Semprún e incluso hay testimonios de la incomodidad de los aliados para con el procedimiento de muerte por gas, que veían como el más «humano», como en este informe de los médicos ingleses a sus autoridades en los años 50: «quizá el más efectivo y humano método que podría ser adoptado en lugar de la horca fuese el gas […] No obstante, el método tiene muy desagradables asociaciones. Aparte de esta consideración, podría ser la mejor alternativa».
Que Sueiro escribiera su libro antes de poder hablar libremente de algunos hechos que se han convertido después en tópicos acerca de la historia de España y del mundo del siglo XX, hace que solo los enuncie y se centre en otros de los que sí podía hablar pero que nosotros, lectores de hoy, apenas si sabemos, ocultados por la magnitud de aquellos. Porque si para nosotros los vuelos de la muerte son algo relacionado con Argentina y Chile, para Sueiro es un método de asesinato practicado por los estadounidenses en Vietnam y Colombia. Si nosotros recordamos la represión franquista con el ruido de los fusilamientos, Sueiro recuerda que, poco antes, la dictadura de Primo de Rivera utilizaba la ley de fugas como forma de ejecución extrajudicial. Si para nosotros los países anglosajones y Francia son los creadores y garantes de los derechos humanos, para Sueiro las atrocidades de la guerra de Argelia, del Ku Klux Klan o del apartheid estaban aún recientes. Para nosotros los nazis fueron los creadores de las cámaras de gas, pero Sueiro sabía que los estadounidenses la habían utilizado antes y la seguirían utilizando después. La pena de muerte está escrito con jirones de historia (y de carne humana) que apenas tienen presencia en nuestro imaginario colectivo, pero sin los que no comprenderemos verdaderamente el devenir del siglo XX (y del XXI). Gran parte de los casos que Sueiro detalla aquí se producen después de la II Guerra Mundial, después de la proclamación de la Declaración Internacional de los Derechos Humanos y la creación de la ONU. La lección implícita del libro es que nada de ello sirvió para impedir algunas de las matanzas más crueles de la historia. En sus páginas iniciales se lee:
Y esta es la gran contradicción de nuestro mundo: que por un lado somos más conscientes que nunca de que se debe apartar la violencia de entre los medios legítimos que usan los hombres, y por otro nunca se ha llegado a los excesos de refinamiento de un campo de concentración, o de interrogatorio con lavado de cerebro, como en estos últimos cincuenta años.
Es la perspectiva histórica que ha llevado a esa paradoja —paradoja que hoy sigue sin resolverse— la que articula La pena de muerte: la creencia de que puede haber un “progreso” en la aplicación de la pena de muerte llevó a inventar métodos teóricamente más humanos de matar (justificación de Fernando VII para pasar de la horca al garrote, por ejemplo) y a que las ejecuciones pasaran de ser grandes eventos públicos a realizarse de forma casi clandestina o directamente clandestina en algunos casos, pero dicha creencia no es sino una forma de envilecimiento general, una pura ilusión. Y es que la tesis fundamental del libro es esta:
Reconocer como legítimo y legal un derecho semejante, el de quitar la vida al prójimo en un acto no punible, es tanto como sentar las bases de cualquier otro tipo de violencia y de todas las violencias, tanto como reconocer que, si se puede matar, con mayor razón se podrá torturar, mutilar, violar y oprimir de formas aparentemente más inocentes, menos cruentas.
Estas palabras fueron escritas en la España de los últimos años del franquismo, en un clima en el que la sociedad civil se estaba preparando para la muerte del dictador y los cambios que ello traería. Uno de ellos era la reflexión sobre la prohibición de la pena capital, debate en el que las obras de Daniel Sueiro tuvieron un papel fundamental —como explican la hija y la nieta del escritor en el prólogo a esta edición de La pena de muerte— y para el que recurrió a grandes figuras de la cultura occidental, como Cesare Beccaria, Victor Hugo, Pío Baroja o Albert Camus. Pero aunque sean esas circunstancias históricas concretas las que expliquen la forma y el fondo del libro, su interés no es arqueológico, o no solo. La denuncia de que la pena de muerte no es sino la justificación de otras violaciones de los derechos humanos y que, por tanto, cualquier supuesto “progreso” en la aplicación de aquella es en realidad una consolidación de la violación de estos, es necesaria para una sociedad que hace poco ha reinstaurado, con otro nombre, la cadena perpetua, para una sociedad que hace poco ha justificado el terrorismo de Estado como respuesta al terrorismo nacionalista y xenófobo, para una sociedad en la que el nacionalismo (el gran enemigo de los derechos individuales) de unos y otros está a flor de piel.
La pena de muerte está, además, escrito por uno de los mejores escritores españoles de la segunda mitad del siglo xx. Es difícil distinguir si la ironía que Sueiro utiliza en este libro procede de sus presupuestos literarios o es una consecuencia y una defensa frente al cinismo y la hipocresía de la sociedad sobre la que escribe (como cuando escribe que «los modernos defensores de la pena de azotes aducen en favor de la misma, entre otras razones, su escaso coste»). Lo que sí es claro es que Sueiro no renunció a tratar temas reales con un estilo literario, elaborado rítmica y conceptualmente, tan propio de sus obras a partir de la mitad de los sesenta y del que este fragmento es tan buen ejemplo como podrían serlo tantos otros:
En todos los países y en todos los tiempos han existido y existen celdas no solo de tortura, sino torturadoras en sí mismas; no solo celdas de tránsito para las cámaras de la muerte, sino celdas ejecutoras ellas mismas. Celdas en las que el condenado no puede permanecer más que inmovilizado y quieto, sin posibilidad de poder andar un solo paso; en que solo puede estar de pie, o sentado, o acostado, nada más; celdas horizontales, celdas verticales, celdas inclinadas del tamaño justo de una persona; celdas en las que siempre es de noche y celdas en que la luz artificial permanece encendida eternamente, hasta que la persona que la soporta se vuelve ciega o enloquece; celdas de suelos inclinados, de suelos puntiagudos, de suelos sembrados de perdigones en las que hay que permanecer de pie, descalzo o de rodillas…; celdas con el suelo dispuesto de tal modo que el pie nunca encuentra acomodo ni espacio libre para poder posarse. Celdas redondas como esferas. Celdas como campanas de bronce que suenan siempre constantemente. Celdas en que no se oye nunca más que el silencio del mundo, o en las que vibran día y noche los ensordecedores, los enloquecedores timbres eléctricos… Celdas para morir de frío o morir de calor; celdas de sudor, celdas inundadas de agua, celdas llenas de inmundicias, celdas mortales abiertas en la roca viva. Celdas que son verdaderas sepulturas y celdas que no son más que antecámaras de la muerte.
El arte de matar apareció en algunos de sus mejores cuentos (como «El mango del cuchillo, la culata del fusil», que podéis leer aquí) y en su última novela, La balada del Manzanares —síntesis de su evolución estética y de los temas que había tratado en sus libros de investigación: la pena de muerte, el Valle de los Caídos, la degradación moral que produjo el franquismo—. Algunos de los fragmentos de sus investigaciones sobre la pena de muerte en España y el mundo se incluyeron en Rescoldos de la España negra, una antología de textos periodísticos y de no ficción escritos en los setenta y los ochenta. Mientras esperamos a que editoriales tan valientes como Dado reediten estos textos podemos leer La pena de muerte y, con el libro aún en la mano y el recuerdo de sus palabras fresco en nuestra retina, acercarnos al Prado a ver las obras de Goya —sus pinturas negras, su 2 y 3 de mayo, la exposición de sus dibujos con la que el museo está celebrando sus doscientos años—, de ese Goya que con su agarrotado inspiró a Sueiro, y así reencontrarnos con aquellos que, en pleno reinado de Fernando VII o en pleno franquismo, se dedicaron a apagar las ascuas vivas de la España más negra para dejarnos solo sus rescoldos.
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