Imagen | Jérémie Gerhardt
Hace unos días, llevando a cabo la terapia de grupo con un colectivo de personas mayores en una residencia, se estableció un diálogo abierto sobre la pregunta ¿qué es el amor? Obviamente, las respuestas, opiniones y comentarios fueron tan diversos como las personas que participaron. Cosa natural y humana. Al finalizar el debate, expuse mi propia opinión sobre el tema de la siguiente manera:
“Dios es amor, no lo puedo entender de otra manera. Cada amanecer es un signo del amor que nace en nuestro corazón, comenzando el día con entusiasmo. En el rocío de la mañana se perciben las lágrimas de amor de una naturaleza que se siente viva pero amenazada. La brisa marina nos envuelve con su refrescante amor en cada instante que contemplamos la grandeza de la creación. La mirada tierna de un niño o de un anciano transmite amor, simplemente eso: amor. Una sonrisa sincera dibuja el amor vibrante de la vida en unos labios agradecidos. El calor humano compartido aviva el fuego del amor en los seres humanos. Te sientes templo de Dios cuando siembras amor sin reparos. El arco iris es la evidencia del cromatismo del amor que acoge de un extremo a otro a toda la humanidad, sin discriminar a nadie. Cuando compartes solidaridad fluye el amor como manantial de agua viva. Un abrazo dado con ternura contagia amor a los seres abrazados. En el silencio del alma el amor te acompaña transformado en oración. Si miras con la mirada de Dios a tus semejantes, el amor se hace presente sin esfuerzo. Cuando escuchas con respeto a tu prójimo, estás mostrando tu amor a las personas que se sienten escuchadas. Cuando lloras por el dolor ajeno, tus lágrimas son trozos de ese amor que vive en ti. Cuando perdonas, te sientes libre y el amor se integra en tu vida. Si el amor vive en ti es porque tú eres parte de ese amor que es Dios y habita en ti.”
Esta reflexión, tal vez algo poética sobre este valor humano tan importante para la vida, que escribí una de estas mañanas, me lleva a centrar el pensamiento en algo que nos ocurre en la época que vivimos, donde a lo que llaman crisis económica, tan evidente en tantas familias, se une algo mucho más profundo: una crisis de valores y de ética que dificulta contrarrestar esta aberración tan injusta que afecta a millones de criaturas en el mundo. En estas circunstancias en las que se ven implicados organismos, instituciones, empresas, organizaciones sociales… de todos los signos y creencias, detrás de todo ello siempre hay personas con nombre y apellidos. Incluso en no pocas ocasiones, se provoca la desestabilización de instituciones religiosas como es la propia Iglesia. Tal es así que mucha gente creyente y/o no creyente se pregunta: ¿dónde se encuentra Dios en medio de todo este escándalo universal? ¿Por qué Dios no interviene para arreglar este mundo tan caótico? De esta manera, se confunde la naturaleza de eso que llamamos Dios como si fuera un arreglador de entuertos provocados por los propios humanos: por sus egoísmos, por sus ansias de poder, por la acumulación del dios dinero, por esas leyes de mercado donde la persona no vale sino por lo que posee o enriquece, por la ceguera violenta del fuerte sobre los débiles, por todo aquello que anula la dignidad del ser humano. De ahí tanto dolor y sufrimiento en quienes son víctimas de tantas atrocidades bendecidas o asumidas por las instituciones políticas, económicas, religiosas, sociales…
Como hombre de fe quiero pensar que el Padre del que nos habla Jesús de Nazaret nada tiene que ver con esa otra imagen del Dios que nos presenta una Iglesia fundamentada religiosamente en lo cultual, ritualista y tradicional al que podemos pedir que solucione nuestros problemas, como si fuera el mago todopoderoso que tiene en sus manos la respuesta mágica que arregle nuestros males. Jesús, según se desprende de la lectura de los Evangelios, nos muestra a un Padre de bondad, de amor, de misericordia, que no tolera la injusticia ejercida contra los más débiles. Desde esta lectura se entiende mejor que Jesús es el rostro humano de Dios y que ese Dios es amor. Por lo tanto, sólo desde una humanidad movida por el amor, la bondad, la misericordia, siendo justa y solidaria con los millones de seres que son víctimas de las aberraciones que desencadenan los responsables que rigen el destino de este mundo terrenal, se puede cambiar esta triste realidad que vivimos. De ahí que ese Jesús de Nazaret que fue acusado, condenado y crucificado por defender esa naturaleza de Dios encarnada en lo humano, llamándole Padre, nada tiene que ver con esas otras imágenes dolorosas, piadosas y, a la vez, ostentosas, que surgieron ya en la cultura helenista de los primeros siglos de nuestra era y que aún hoy se mantienen.
En este contexto de crisis, como junto al mal convive el bien, se perciben y acreditan movimientos humanos, respuestas humanas que son signos evidentes que animan a no perder la esperanza de vivir un mundo diferente, más cercano a esa humanidad de Jesús. Esperanza que debe traducirse en nuestras actitudes, en nuestras responsabilidades, en nuestro comportamiento ético, en los valores que se desarrollan en nuestro vivir cotidiano, junto a las personas. Porque ese Padre está en la vida, en los seres humanos, en el amor hecho testimonio, en qué hacemos y cómo lo hacemos. No mirando, extasiados, al cielo o a las imágenes, sino encarando nuestra realidad histórica actual y luchando por otro mundo posible, otra humanidad posible. La clave está en el amor hecho vida.
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Cuando ocurre esto que cuentas tan magistralmente, quiere decir que la sociedad está si no enferma, sí que ha empezado un periodo de descomposición en el que los valores de otro tiempo se han degradado… o se están perdiendo, como vemos diariamente en los medios. ¿Quien tiene la culpa entonces la sociedad… o los gestores socio-políticos de esa sociedad, que con el de seguir vegetando están dispuestos a admitir cualquier aberración del tipo que sea demostrando que la ética y la moral para ellos o no existe o no les importa? Algo de culpa deben tener ellos, pues cuando infringimos las leyes que nos imponen (circulación, impuestos, obligaciones…), bien que nos crujen. Eso si les interesa, pero que un tío se pasee delante de los niños con los cataplines al aire, parece que no les importa. ¿O sí? Saludos.
Extraordinario artículo, José. Estoy totalmente de acuerdo. Te felicito.
Un saludo
Maite García