Alegría y tristeza

Alegría y tristeza

Imagen| Iñaki Basoa

Me gusta pasear por las viejas calles de la ciudad, por los barrios castizos que dieron origen, hace ya mucho tiempo, a la gran urbe de hoy y a muchas de las actividades humanas que en ella se fueron generando. Hoy día, estos lugares se han quedado desplazados en la periferia de lo urbano o en zonas marginales de la capital. Es curioso, hasta el aire que se respira sabe a añejo; y, no obstante, una mezcla de olores a geranios, jazmines, albahaca y hasta hierbabuena envuelve esta atmósfera con sus edificios estropeados por la falta de pintura, por los muchos desconchones que dejan entrever los ladrillos que soportan estos muros y paredes, por los hilos de electricidad que cuelgan entre las casas o medio sujetos por los filos de las cornisas. Es un paisaje popular animado por el incesante ir y venir de su gente, por la libertad de sus movimientos y de sus voces que se cruzan de una acera a la otra, de esquina a esquina, por el acento y el argot que utilizan en su lenguaje, todo ello define el origen local de sus habitantes: la simpatía y la espontaneidad abunda y se derrocha con total generosidad, con una mezcla de sentimiento triste y alegre a la vez.

El otoño ha dado ya sus primeros pasos y un ambiente húmedo se cuela entre la ropa en estos lugares, donde la luz que más brilla es la de las personas que los habitan.

A la caída de la tarde, en una de estas calles, me paro en el portal de una casa, muy limpio aunque su fachada presente algunos deterioros, por el tiempo y por las carencias de una pobreza impuesta por las circunstancias; una señora de edad bastante avanzada me dirige una sonrisa al responder a mi saludo. En su rostro, una mirada viva pero cansada por el largo recorrido de su vida, me transmite la serenidad y la sencillez que reside en su corazón. Me acerco a ella para hablar de no se qué, pero me animo a entablar alguna conversación con esta anciana mujer de enigmática sonrisa. Sus ojos, aunque cercados por las arrugas propias de su edad, chispean con una luz propia, con una elocuencia expresiva que no necesita palabras para comunicar su agradecimiento. Tal vez, en este momento, una sutil alegría inunde su mundo interior.

Sin poder ocultar un ligero nerviosismo, me invita a esperar un instante para sacar de su casa dos sillas donde sentarnos. En estos lugares conservan todavía la costumbre de sentarse en la puerta de la casa para conversar con sus vecinos, sobre todo a las horas de la tarde. Después de un breve diálogo en el que no faltó la curiosidad de algunos vecinos, tal vez extrañados de mi presencia amistosa con la anciana, percibo una vez más la alegría de esta mujer, probablemente no tanto por el contenido de lo hablado como por la compañía que compartía con ella en este momento. Tampoco fue ajeno a nosotros la algarabía que un grupo de niños formaron a nuestro alrededor, jugando y corriendo con la tranquilidad que deparan estas calles de uso exclusivo para los peatones. En una de las esquinas, un kiosco oferta su mercancía de golosinas, tebeos, cromos y no sé cuantas cosas más a los críos.

Al despedirme de mi espontánea anfitriona, su semblante aún conserva los signos de agradecimiento y de alegría natural de una persona sencilla; en sus ojos aparecen, no obstante, una señal de tristeza contenida. La verdad es que me pregunto si su alegría tiene un fondo de tristeza, o si la tristeza está oculta en su alegría. No lo sé, pero de sus labios brota una sonrisa generosa.

Sigo mi camino, deambulando por estas callejuelas que soportan tantas historias y vivencias protagonizadas por los vecinos de estos barrios cargados de años, al igual que la mayoría de sus residentes, personas mayores y pocos niños. La imagen de la anciana con quien compartí un rato de conversación, no se borra de mi mente; sus palabras, sus gestos, su sonrisa, su acogida denotaban esa mezcla de nostalgias y emociones, así como de tristeza y de alegría. Seguro que permanecerá en mi recuerdo como una experiencia digna de haberla vivido.

El grito de una señora, desde una ventana, dirigido a otra vecina que se encontraba en la acera de enfrente, me hizo reaccionar para darme cuenta que andaba perdido en mis pensamientos, en unas vivencias emocionales y en una realidad social y humana muchas veces desconocidas. En este estado de sensibilidad salgo de este entorno para adentrarme, ahora, en otro mundo social, diferente, tal vez no tan acogedor y espontáneo como el vivido en estas calles de un barrio antiguo de la ciudad.

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José Olivero Palomeque

Creo que la palabra es el medio de comunicación que puede unir a las personas, tanto para lo bueno como para lo malo, ¡pero es la palabra, el lenguaje, lo que nos identifica como seres humanos! El hecho de transmitir vivencias que después se conviertan en experiencias a través de la palabra escrita, nos puede ayudar a humanizar más nuestro mundo relacional, a transformar nuestro entorno a través de la sensibilidad para entender la realidad humana y dar lo mejor de sí mismo. Esa idea persigo y comunico con los libros, artículos, ensayos, reflexiones...que escribo y me publican, aunque la utopía esté ahí presente; pero...¡sin utopía la vida se estanca! Porque lo que sigue es el compromiso solidario con esa realidad humana que queremos cambiar.

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