Preguntar por la naturaleza humana –en la era de la ciencia y la tecnología– ha de llevarnos con frecuencia a recoger confortablemente los resultados de las ciencias humanas y naturales. Y con ello ya obtendríamos una prolija recopilación de datos acerca de lo que somos. Sin embargo, por muy necesario que esto pueda parecer, por muy conveniente que resulte disponer de la última información registrada por la neurociencia o la antropología, evitando el riesgo de tratar de responder a la pregunta qué somos sin el asidero de los hechos –hasta el momento– contrastados empíricamente, tan sólo estaríamos situados en la superficie visible de nuestra naturaleza. Incluso, diríamos, en la superficie de la esencia del universo. La pregunta por la naturaleza humana –qué soy yo– necesita acudir al fondo de lo que yo mismo soy –quién soy yo–, y no solamente cómo somos, mis variados y cambiantes modos de ser, nuestras características observables, también desde la perspectiva de lo estudiable científicamente.
Sin embargo, en la antigüedad –aunque se olvide a menudo– la visión del ser humano se nos presentaba mucho más amplia, mucho más rica que su consideración actual. Así, se ha dejado de lado a menudo –desde la modernidad occidental hasta nuestros días– que no sólo yo soy mi cuerpo, ni solamente mis emociones (mis deseos o temores), que en nosotros se halla instalada una conciencia interior de objetos y una autoconciencia de nosotros mismos, no reducible a lo físico o psicológico. Diríamos, en terminología aristotélica, que la ciencia moderna y la cosmovisión que nos ha aportado, tomando el modelo Galileo-Newton, habría atendido a los accidentes de la realidad –aquello observable de un ser, que es de un modo pero podría ser de otro modo–, y no a la sustancia primera –aquello que hace que un ser sea lo que es, y pueda mostrar, o expresar, tales o cuales atributos o modos de ser accidentales; ni tampoco habría atendido a lo que le une a otras sustancias del mismo tipo, su esencia universal, que lo conecta en último término con el orden cósmico, que ya está funcionando siempre en nosotros, aquí y ahora.
Como nos recuerda Mónica Cavallé, en su último libro El arte de ser:
“Para buena parte de la filosofía de occidente y de las sabidurías orientales, las dimensiones física y psíquica del ser humano se hallan integradas en un nivel superior. El binomio psyché-soma no define la identidad última del ser humano; lo que especifica a este último es el nous (espíritu, intelecto o conciencia pura)… Así por ejemplo (…), en Platón el alma inferior (el alma irascible y el alma concupiscible) se encuentra intrínsecamente ligada al cuerpo. El alma racional o superior, el nous, especifica al ser humano como tal y es jerárquicamente superior a las anteriores, como ilustra la alegoría del carro alado”.
¿Y qué es eso superior en nosotros? ¿Qué significa aquí “superior”? ¿Por qué es superior, en qué sentido lo es respecto a lo demás, observable, más denso, que es medible y cuantificable por una ciencia al estilo moderno? Dentro de esta cosmovisión antigua, más amplia y condescendiente con la realidad, es superior lo que es origen y causa, todo aquello que se nos manifiesta a la conciencia siendo simple y no compuesto, permanente y no variable, que siempre existe, que ya es y no se altera ni tampoco se encuentra limitado espacio-temporalmente, un eterno presente, con el que Parménides se refería al Ser. Forman parte, estas cualidades de lo que hay en sí, de una experiencia que todos podemos mirar y ver y sentir, y no un mero concepto, una conceptualización teórica, por muy filosófica que ésta sea, por muy profunda y original que nos pueda parecer. Si te apetece, realiza con nosotros este “Ejercicio de señalar lo que somos”, que Mónica Cavallé recoge en el mencionado libro:
–Señala con el dedo un objeto cercano y obsérvalo. Después descríbelo con tanto detalle como puedas. En efecto, es una cosa dotada de formas, colores, textura…
–Ahora, señala hacia otro lugar. El suelo, por ejemplo. Descríbelo del mismo modo.
–Apunta después hacia alguna parte de tu cuerpo y descríbela. También una cosa dotada de forma, tamaño, límites…, ¿no?
–Ahora observa y señala el lugar desde el cual estás mirando, un lugar que no se haya a distancia alguna de ti. ¿Qué percibes? Descríbelo también. Pero hazlo atendiendo a la experiencia presente, sin recurrir a la memoria o a la imaginación, como si fuera la primera vez que lo observas. No confíes en lo que crees o has aprendido que hay ahí, sino tan sólo en tu experiencia directa. ¿Puedes apreciar alguna forma, algún color, es cosa alguna?
–¿La respuesta ha sido que “no es nada” o algo parecido? No te preocupes, pero eso es lo que tú eres.
Ahora bien, esa “nada” simplemente significa que está vacía de objetos, no que no seas nada. Precisamente, tú eres lo que hace posible los objetos. Sin ti no serían. ¿Lo estás sintiendo? Tú eres ese espacio que acoge a todos los objetos y experiencias, un espacio lúcido desde donde se despliega tu dedo, las percepciones de la habitación, tus pensamientos, tus emociones… Tú eres tu centro, que no es lo que los demás ven de ti. Ellos te ven como una cosa o un objeto en el mundo. Pero tú ya sabes ahora que eres mucho más que eso.
–“No veo nada”, ¿sigues diciendo quejumbroso? De acuerdo, pero es una “nada” muy viva, una nada muy especial que se ve a sí misma, que es consciente de sí misma y del mundo que contiene. Tú eres esa consciencia que es consciente de sí misma. Toda experiencia posible acontece en ella. ¿Hay algo mayor que eso?
Y, en efecto, que la verdadera naturaleza humana se encuentra en nuestra parte noética, lo refiere Platón muy bien en su conocida imagen del carro alado. Como es sabido, en su diálogo Fedro, describe el origen del descenso de las almas hasta los cuerpos a la manera de una alegoría. En un momento del ciclo vital, las almas están próximas al mundo de las Ideas (o Esencias o Formas de todo lo que existe), pero para volver periódicamente a gozar de su contemplación, las almas requieren de un gran esfuerzo, todo un trabajo interior de autoconocimiento, con las dificultades que podemos sentir ya en nuestra propia vida cotidiana y sus cuitas. Según esta alegoría, el alma aparece representada por un carro tirado por dos caballos (psyché) y conducido por un auriga (nous). Uno de los caballos es blanco, encarna la función irascible del alma (la voluntad, el valor, la capacidad de trabajo y esfuerzo), y tiende a elevarse hacia las Ideas. El otro es negro y tira hacia abajo, hacia lo sensible y terrenal (los placeres inmediatos y a corto plazo, lo que me gusta y me retiene sin poder avanzar), representaría el alma concupiscible. El cochero, la parte racional (consciente y autoconsciente, nous), sería el que tendría la función de conducir ordenadamente a los dos caballos para que sigan una trayectoria ascendente, en la dirección del mundo de las Ideas, hacia la verdad, el bien y la belleza.
Sin embargo, esta triple naturaleza humana y la superioridad de nuestra parte noética, que es la que constituiría nuestra genuina identidad como seres, ha sido obliterada por nuestra tradición cultural. Según Heidegger, el rasgo fundamental del pensar occidental es el de re-presentar la realidad, convirtiéndola en objeto de conocimiento, y a quien piensa o conoce en sujeto de conocimiento. Así, en occidente, poco a poco, pero sobre todo a partir de la edad moderna, el pensar ha consistido en representar la realidad, y no en sentir su presencia, vivirla, en el presente, aquí y ahora, de instante en instante. Pensar ha consistido en razonar, asociar ideas, conceptualizarlas y relacionarlas, pero también, por ello, en clasificar la realidad, lo existente, según determinadas categorías, y así diseccionarla, dividirla para su control y dominio. Con la modernidad, advino el triunfo de la razón, pero no como nous, sino como pensamiento lógico, calculador. El lógos, que inauguró el origen del pensar en nuestra cultura, devino lógico-racional, y olvidó otros lenguajes, otras realidades, que no pudieran ser calculadas, cuantificadas, matematizadas… Descartes fue el paradigma de este paso decisivo hacia la razón calculadora y dominadora. Recordad el famoso “pienso, luego existo” cartesiano. Lo verdadero y lo bueno es sólo lo evidente para una lógica racional. Así lo expresa Heidegger (¿Qué quiere decir pensar?):
“El rasgo fundamental del pensar es el representar. En el representar se despliega el percibir. El representar mismo es re-presentación (poner-delante). (…) Pero el hecho de que hasta ahora el pensar descanse en el representar, y el representar en la representación (en el poner delante), esto (…) se oculta en un acaecimiento propio que pasa inadvertido: el ser del ente aparece en el comienzo de la historia acontecida de Occidente –aparece para el curso entero de esta historia– como presencia. (…) Ser quiere decir estar presente. Este rasgo fundamental del ser, que se dice pronto, el estar presente, se hace sin embargo misterioso en el momento en que (…) consideramos a dónde, aquello que nosotros llamamos presencia, remite nuestro pensar”.
Este olvido del Ser como presencia, ha ocultado otras dimensiones de la mente: sentir, intuir, ver, testimoniar, presenciar, experimentar, saborear, captar, sugerir, emocionar, poetizar, compartir, dar, amar… El desarrollo de la vida interior, la experiencia del silencio, del vacío, la conexión con nuestro fondo, con la fuente, con el universo, con los demás seres… Como ha enseñando muy certeramente Antonio Blay (por ejemplo, en Ser, curso de psicología de la autorrealización),
“en la mente hay que distinguir dos funciones: lo que es la mente con sus operaciones mentales y lo que es la atención. La mente es todo el campo de ideas, recuerdos, informaciones, emociones, mientras que la atención es como un foco central que hay en el interior profundo de la mente, y que es la capacidad de dirigir nuestra atención actual, nuestra conciencia actual, hacia una zona u otra de ese campo mental, de origen exterior o interior. Esto es algo distinto, propiamente, de lo que es la mente conceptual en sí. Por lo tanto, tenemos que distinguir lo que es el pensar de lo que es el mirar” (adaptado).
Y esto segundo es lo que temáticamente se práctica en las distintas modalidades de meditación, ahora más de moda a través del desarrollo de la atención plena o atención consciente (Mindfulness), de inspiración budista. Pues bien, este olvido cultural del desarrollo de la nuestra parte consciente –presencia sentiente frente a pensar o calcular la realidad–, durante los últimos siglos, explicaría algunas de nuestras carencias y preocupaciones actuales. Por un lado, ha contribuido a una progresiva deshumanización de lo vivido en este mundo, al restarle su sustrato de realización de nuestra identidad profunda, base de la identidad personal de cada uno. Por otro lado, el sentimiento de separatividad o desconexión de nuestro fondo, que nos lleva a perdernos dentro de un mar de dualidades insolubles, ha ido alentando en nosotros mismos la demanda de un algo más, que ha quedado balbuciendo, inexpresado, alienado, esa presencia presente, consciente, aquí y ahora, que tanto echamos en falta.
De este modo, comprendemos que desde la psicología reciente se haya puesto el énfasis, por ejemplo, en la necesidad de considerar nuestras inteligencias múltiples (Howard Gardner), esas otras inteligencias que el medio escolar ha descuidado tantísimo –en aras de las inteligencias lógico-ligüística-matemática–, en especial, el desarrollo de la inteligencia emocional (Daniel Goleman), que tanto echamos en falta en estas nuestras convulsas sociedades contemporáneas. Y así también, desde la propia filosofía se estén reivindicando, y llevando a efecto, todo un amplio abanico de nuevas prácticas filosóficas, donde la filosofía misma es concebida como un modo de vivir coherente con la vida, y donde recobra el carácter terapéutico que poseía en sus orígenes, cuando estaba orientada hacia el autoconocimiento y el cuidado de uno mismo y de los demás seres, con los que compartimos este precioso mundo.
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Este precioso mundo. Cuidar del prójimo es cuidar de este precioso mundo. Sentirse y ser consiente del ser, y no tanto del estar es cuidar este precioso mundo. Quizás el paradigma de pensamiento occidental, racional, científico y calculador no funciona, al menos eso parece a la vista del percal; lo normal hoy en día es en muchas ocasiones insensato y egoísta, pero es lo normal en este tablero de valores. Por lo menos explorar en la otra u otras dimensiones del pensamiento, una visión más oriental o de autoconciencia y de sentir, nos abre los ojos y nos da alternativas. Muchos de nosotros no sabemos ni cómo salir de esta inercia de narcisismo, egoísmo y salvajismo primermundista.
Así es… se puede recuperar todo eso que hemos ido dejando en las cunetas de las historia occidental y la historia personal de cada uno…